martes, agosto 01, 2006

Yo soy la muerte

José Tomás Angola Heredia


Cuando nací, me bautizaron Tomás Muerte. Quién sabe si por tradición o porque mi madre era bruja árabe, como lo fue mi abuela que llamaban Dolores o como su madre a quien acusaron de ser la hechicera más preciosa de Ospino.

-¿Tomás Muerte?- preguntó el cura que me echaba el agua y mi madre famosa por adivina le dijo:

-Que su nombre le cuente hacia dónde va, todos los de su sangre han ido al mismo sitio. Que el nombre siempre se lo recuerde, es lo único que le puedo dar.

Crecí como Tomás Muerte entre niños roñosos que nunca entendieron el nombre ni esta capa que me cubre y que me regaló mi padre, inmenso árbol seco que habitaba el jardín, para que me espantara las moscas como la cola de un cebú. Jovencitos que se distraían con pendejadas y juguetes que hacían ellos mismos y con los mangos que comían aún cuando estuvieran verdes, con bicicletas destartaladas y raspones que les sacaban un poquito de sangre para entonces llorar como si de un hachazo fuese la cosa. Criaturitas de pelos chorreantes de sudor y cachetes rojos de esfuerzo y resolana. Olorosos a amoníaco y a tierra mojada, a grama recién cortada y a cambur con leche. Tomás Muerte me mentaban y en la forma como lo pronunciaban uno les notaba el mohín a susto, a cara de que yo soy el diablo y me los voy a llevar. Será por eso que me relegaron al último puesto de la clase o que se separaban de mí al cantar el himno nacional.

Crecí como Tomás Muerte y salvo una que otra loca que le gustaba el asunto morboso, no tuve novias bonitas. Todas eran tan feas como amanecer con mi nombre. Pero no dudaría jamás que me amaron. Amaron mi nombre lleno de misterio oriental. Este nombre que fue lo único que heredé de mi madre, la quiromante morisca que siempre quiso que recordara hacia dónde iría.

Ya grandecito, cuando comencé a leer la calle como si se tratase de la palma de mi mano, decidí que agotaría las horas escribiendo historias de gitanos y brujas polacas y cosas de esas que dan miedo o al menos ojeriza. Me haría escritor y así mi nombre, adecuado en tanto lo creyeran seudónimo, me daría fama y riqueza y muchachas bonitas que adorarían mi nombre raro, porque lo creerían moquete. Y ellas sin saber que yo era Tomás Muerte, de verdad.

Muerte, Tomás… como en la Universidad, cuando nos hacían firmar la lista y algún profesor remiso de saco maltrecho nos regañaba porque decía que la lista no era para jugar y que pusiéramos nuestros nombres verdaderos.

-Es Muerte, profesor- y el fulano me llamaba mentiroso y me ponía a recitar pasajes completos de Kant como si aquello fuese una penitencia.

Viví como Tomás Muerte y desde el día que tuve estatura para usar la capa que me regaló mi padre, torre de catedral, no hice sino pensar en mi nombre. Que Muerte te daba para pensar, pensar en la zambullida, la carrera hasta quién sabe dónde.

-No es un final, es una puerta- me decía el cura. Yo le respondía con la risa sardónica del descreído: -¿Y qué hay entonces tras el zaguán?

-Sería igual que te hubiesen bautizado Noche o Desamor. Tomás Noche. Tomás Desamor. El nombre hubiese tenido el mismo significado- me comentaba un filósofo anciano que vendía pájaros disecados en el mercado principal.

Lo cierto es que mi nombre me hizo pensador y veía mi nombre en cualquier lugar y mi nombre saltaba por doquier como un saltamontes del infierno y nada más me interesaba. Que si Romeo amaba a Julieta y a mí sólo me afectaba la escena en la tumba y el veneno para engañar a Capuletos y Montescos. Que si Cleopatra reinaba en el Egipto arenoso y a mí sólo me obstinaba el áspide y Marco Antonio llegando tarde. Que si Boves cruzaba los llanos pisoteando y escupiendo santos de palo y a mí sólo me cautivaba la lanza hendida en el esternón asturiano.

Soy Tomás Muerte, de los Muerte que ya no andan, de los Muerte que renunciaron cuando las nubes se descorrían para dar paso al mediodía. Tomás Muerte y al borde de cada noche deslunada, la mirada enfocada en el techo agrietado del cuarto, preguntándome qué habría sido de mí si mi nombre fuese Tomás Vida, de los Vida que ríen mientras los tragan las olas, de los Vida que se hartan de fango y juran que son pechugas de avestruz. Camino por calles esquizofrénicas y todos creen que estoy más loco que los que matan niños y se los almuerzan, sólo porque ellos no usan capas y yo me visto con la que me dio mi padre de tres metros. Apenas anteayer me empeñé en ir más allá de mi nombre. De tanto imaginarlo, yo, Tomás Muerte, me he vuelto un trashumante cercano a los acróbatas, sobre el quicio de un trapecio, acechando una red que no existe y oyendo a la canalla gritar que me tire: -¿No eres tú Tomás Muerte, el de los Muerte sin malla, el de los Muerte de la pista principal, arriesgando todo y rogándole a un payaso enharinado que te sujete los pantalones con un gancho que es trompeta?

Apenas anteayer escribo esto y si creen que aún no he dado el salto es porque sus ojos no ven sino las letras que ya han sido puestas y no las que estoy ahora dibujando. Y es en este instante cuando creen que Tomás Muerte es el zagaletón de capa que mira desde el muro a los niños mecerse en los columpios y no puede acercarse porque le espetan que no lo haga porque soy pavoso y con mi nombre haría que el columpio se rompiera o se soltara la cadena llevándome a alguno de esos malvados. O a lo mejor todavía me oyen recitar a Kant y la tontería aquella de que todos los conocimientos empiezan con la experiencia. Dudan aún de que yo sea Tomás Muerte y no el eco de mi nombre en algún cuento que ya escribí y ustedes jamás leyeron. A lo mejor nunca hubo un Tomás Muerte, hijo de una bruja mozárabe, nieto de Dolores que era hija de la más bella hechicera de Ospino. A lo mejor todo esto es un relato más de otro a quien no conozco y por no saber su nombre le he puesto Tomás Muerte ¿Qué importa si Tomás Muerte saltó del trapecio y ahora es tan sólo una mancha al centro de la pista principal, con enanos golosos revolcándose y lanzándose baldes de agua que son de papelillos? A lo mejor por mi nombre he sido condenado a nunca padecerlo y la muerte sólo la saboreo en mi nombre y soy tan inmortal como una tortuga. A lo mejor eso significa esta capa de mi padre rascacielos o las palabras de mi madre adivinadora el día de mi bautismo. A lo mejor nada de lo anterior importa verdaderamente y sólo importas tú que lees estas líneas, escritas sabe Dios cuándo. Porque podría no importar quién las escribió o quién produjo la tinta o de qué árbol provino el papel y sólo importas tú que eres presente y no este cuento en pasado. Importas tú que estás leyendo de la muerte de Tomás Muerte y aún no comprendes que así te bauticé la mañana o la tarde o la noche que empezaste a leer este relato y que ahora tú eres Tomás Muerte y como mi madre te digo que te doy ese nombre para que siempre sepas a dónde irás, como los que te precedieron en tu misma sangre y que es lo único que te puedo heredar. ¿Tomás Muerte? preguntarás como el cura que se echa el agua bendita a sí mismo y se bautiza sin saber por qué. Y entonces ahora entiendes de la capa que siempre te protegió de los insectos. Ahora sabes de calles como de la palma de tu mano. Ahora tú eres Tomás Muerte y yo, descansando en este pretérito, pude no haberlo sido.